Friday, August 15, 2008

CHINA: ¿Estamos criando cuervos?

Los Juegos Olímpicos de Beijing, con la grandiosidad y precisión de la ceremonia inaugural, terminaron por certificar ante el resto del mundo que China se moderniza y crece económicamente. Occidente está fascinado con el gigante asiático. ¿Qué hará China con tanto poder económico y protagonismo mundial? ¿Se volverá contra Estados Unidos?

por Pepe Forte/editor de iFriedegg
11 de agosto del 2008

La inauguración de los Juegos XXIX Olímpicos de Beijing, en transmisión diferida, me tuvo pegado a la pantalla del televisor desde las 7 de la noche del 8 de agosto del 2008 hasta la medianoche. Qué espectáculo. Hacía años que no contemplaba una apertura de olimpíada tan fastuosa como esta. Ni tan anhelada. Ni tan anticipada. Ni tan inquietante...

Me alegra a dónde ha llegado China hoy. O sea, me alegra por los chinos. Es decir, por aquellos seres humanos que tras años de atraso y de limitaciones materiales, disfrutan ahora de un nuevo país, aunque no todos han recibido todavía la caricia de la cola próspera del reciclado dragón rojo. Hay regiones del país asiático donde la bonanza de la nueva era no ha podido llegar.

   De la bicicleta y un modo de existencia cuasi feudal aún en las postrimerías del siglo XX, por lo menos en los grandes centros urbanos como Beijing, Shanghai Tianjin  y Qingdao —ciudades todas con más de 5 millones de habitantes; Shanghai la más populosa, 8— se nota el nuevo rostro de un país que hasta el 2006 era el único del mundo que todavía fabricaba locomotoras de vapor.  Como se habría dicho con el lenguaje geopolítico de hace décadas, China se ha "occidentalizado". Y ahí viene lo inquietante: ¿Es esto bueno? ¿Bueno para quién? ¿Es peligroso? ¿Los cambios chinos son de toda índole —incluidos los sociales— o se trata únicamente de un performance económico?

Pensando despacio y bien, y pensando de prisa y mal.
   Si vamos despacio y pensamos bien, o sea siendo optimistas y comprendiendo que los cambios no pueden ser sino paulatinos, nos topamos con el hecho de que los chinos —no todos, ya dijimos, pero sí algunos millones ellos— hoy viven materialmente mejor. Los resultados son lentos, pero tras el cambio de ruta lidereado por Deng Xiaoping, China y sus ciudadanos comenzaron a derribar su propia muralla. Los bienpensados creen que este estadío es justamente transicional, mutable, que China continuará abriéndose y que terminará en donde debe hacerlo: en una nación de "participación occidental", libre y democrática. La receta para ello lleva un ingrediente esencial: abrirse y dejarse "penetrar" por Occidente. Y con esto los "puristas" se alarman. Me refiero a quienes creen que al exponerse un país al mercado occidental —y en particular al estadunidense— pierde su identidad, y que Mickey Mouse, Hollywood y las diversas hamburguesas yanquis reemplazarán al patrimonio cultural —acaso milenario— de la nación. No. La globalización es un modo de funcionar universalmente en términos de mercado; no significa que los países que se enchufen a ésta han de renunciar a su cultura como requisito o que la extraviarán como consecuencia lógica. China no abandonará sus lámparas de papel, ni su bella escritura de anagramas incompresibles para los profanos, ni dejará de hablar mandarín o cantonés, del mismo modo que la invasión japonesa a Occidente y al mundo en general consiste en electrónica, tecnología, automóviles y bienes de consumo, y no se basa en la imposición del kimono ni de la costumbre de comer sentados. McDonald's y Coca Cola de por medio y todo, China seguirá siendo tan china como antes. Simplemente, que al visitar la plaza del mercado planetario no negociará con trueque ni con señas, sino que lo hará con moneda de papel de curso internacional como el que más y con las normas por todo conocidas. Y habrá de ser un comerciante competitivo.

   Estos dramáticos cambios en China con los que el mundo se ha tropezado ahora casi como de sopetón a la sombra de las Olimpíadas de Beijing, el país los venía efectuando ya. Un lado bueno de tal, ya visible y palpable, es la modernización de las ciudades en las que hoy compaginan armoniosamente lo tradicional y auténticamente chino con lo actual. La explosión de arquitectura de las instalaciones deportivas es sorprendente, lidereada por el stadium olímpico "Nido de Pájaro", que no es más que una manifestación contemporánea de la proverbial paciencia china para los calados y las tramas y urdimbres, sólo que esta vez en acero, vidrio y concreto, y a escala monumental. De esta necesaria modernidad, ya patente, los chinos se están beneficiando. Lo mismo sucede con el incremento de automóviles que, paradójicamente, ya comienza a dar sus perniciosos frutos: el smog (el asunto hay que resolverlo y se resolverá, pero por el momento aplaudo la motorización de China).
   

Mas, ¿continuará China desenrollando este cilindro de papel que a cada vuelta revelará un nuevo país? ¿Se dirige a una meta conjunta de economía y mercado, combinada con sociedad civil como un verdadero país democrático... o acaso ya permanece estático en el nivel actual y se quedará ahí? ¿Es éste —Olimpíadas incluidas— el estadío que China ansiaba, un ente dual con cuerpo de economía de mercado y alma de gobierno intrínsecamente comunista?
  
   Aún siendo así, a pesar de los pesares, hay que admitir que los chinos viven hoy mejor que ayer a las 5 de la tarde, pero...
  
Pensando de prisa y mal
Si vamos de prisa y pensamos mal, China no va bien. Porque de prisa, y pensando mal, nos quedamos con la desconcertante convicción de que el gigante asiático ejecuta un planigrama de transición política conocido como —¡bingo!— "modelo chino". Se trata de una apertura de comercio y producción típicamente capitalistas pero conservando intactas —o casi— las severas estructuras de poder totalitarias de proyección piramidal comunistas. Unos cambiecillos lavacaras aquí y otros allá, que conduzcan al mundo a una percepción de flexibilidad que, en recompensa, le devolverá tolerancia (¡caramba, hay que entender que el chico malo del barrio no se puede reformar del todo de la noche a la mañana!). Al fenómeno, con sus matices, se le encuentra también en la réplica del "modelo vietnamita", y es lo que muchos analistas suponen que adoptará una Cuba postcastrista. Y esto, para mi gusto —y supongo que para todos los que desean ver a una nación totalmente libre— , es ir mal, muy mal, al contemplar una escena que bajo el manto de una apertura de mercado y consumo, oculta las todavía prevalentes directrices ceñudas de un régimen totalitario. Y lo más preocupante es lo perpetuable de este híbrido, porque Occidente lo bendice y coopera con él.
  
   Primero, no hay que olvidar que los chinos no han dicho que han dejado de ser comunistas. El color rojo prevalece en su bandera —please, no me venga con el cuento de las puertas rojas del Feng Shui, que ése es otro rojo y con otro propósito—, y el funcionario que presentó la apertura de la olimpíada y que precedió al presidente chino Hu Jintao en el anuncio de inauguración, fue etiquetado como tal en el subtítulo de televisión en la ceremonia. Mas, esto puede que tampoco signifique nada. Simple estrategia de prestidigitador político, de hacer una cosa con una mano y otra con la otra. Quizás no ha llegado el momento aún de no reconocerse como comunistas, sigan o no siéndolo. A este tipo de regímenes no sólo se les hace difícil desprenderse de una vieja etiqueta, sino que le resulta vital para su propia supervivencia mantener las formalidades del status quo histórico. No es un asunto moral —que los comunistas desconocen—, sino un componente circunstancial y consustancial del propio cambio. Por una lado, requieren de ello para complacer, engañar y mantener a raya a un sector de elementos rancios generacionalmente iconológicos del proceso, que observan los cambios con la repugnancia con que se contempla una traición. Por otro, para mantener la manilla identificatoria de una filosofía de cuyo núcleo más genuino todavía se sirven, con tal no quedar ante Occidente como perdedores a la larga. Es un juego estratégico de oportunismo y conveniencias. Pero el caso es que, sin duda, más allá de los juegos de pirotecnia, el espíritu de la bota Mao Zhedong todavía flota en el aire.

   Ahora se ha sabido que durante la inaguración, la bella chinita de 9 años que cantó en la ceremonia dobló la voz de la original, otra niña que por gorda y fea los jerarcas del partido comunista decidieron esconder para dar una imagen de belleza patrimonial. ¿En el lenguaje norteamericano?: Politically incorret. También se ha sabido —como en el cha-cha-chá "La Engañadora"— que parte de los planos de fuegos artificiales televisados fueron intercalados de videos tomados durante los ensayos, porque el 8 el cielo estaba brumoso. Eso no es tan grave; una solución de producción con tal de entregar al televidente un buen show. Pero sí lo es enterarse que el gobierno moviliza a la población para que llene los coliseos, y que continúa limitando y restringiendo en la medida de lo posible el contacto de la población con los turistas y los atletas. CO-MU-NIS-MO...

   La desaparición del mundo bipolar y de la Guerra Fría, además de haber dejado como secuela un planeta extremadamente aburrido, transfirió todas las ansiedades de la época al dinero. La ética, el honor y la moral no son engranajes de primera del mundo actual. Hoy todo se negocia y todo es negociable,  el soborno es ficha de cambio de altos quilates, y el punto de fusión de cada quien ante la temperatura de una cifra dada está en los grados más bajos vistos. China es el socio comercial más grande de Estados Unidos. Mis botas tejanas predilectas son made in China —que ahora por común me causa menos estupor que el antiguo made in Honk Kong o Taiwan—. Cuando el chinito glorioso y sin nombre, encarnando todo el decoro del orbe ante el portentoso tanque de guerra en el verano del '89 en la plaza de Tiananmén y agitando las bolsas de compra que llevaba, desafíó al imponente cañón con cremalleras y luego el gobierno acabó por las malas el levantamiento estudiantil, el gobierno de George H. Bush, entonces presidente de Estados Unidos, premió a China con el status de nación económicamente favorecida. Casi 20 años después y a sólo unos meses de la apertura de los vigésimonovenos juegos, las autoridades chinas descargaron otra andanada de violencia y atropellos contra el Tíbet, y aún así Bush Part II —George W.—, acudió a la inauguración en Beijing. No creo que debió hacerlo. En el marco de su llegada a territorio olímpico pasó lo que era fácil de suponer que pasaría, el bis-a-bis de las cancillerías: el presidente norteamericano dijo a la prensa que China debería moderar estas conductas y China, por su lado, tildó el regaño de improcedente por ingerencista. Y ahora... ¡vámonos todos para el stadium a ver los fuegos artificiales!
  
   Claro que ahí estaban también Zarkosí —¿y Carla Bruni?—, y Luiz Inácio Lula da Silva, y Shimon Peres... ¡y Putin!, que para sus adentros estaría preguntándose desde su butaca según veía las luces de colores, cuántos osetios insurgentes pro-Georgia —que los tiene que haber— y georgianos matarían sus aviones de asalto y sus tanques de guerra.

   Como ex-ciudadano de un país todavía bajo tiranía —Cuba— me resulta indeglutible la enorme imagen de Mao presidiendo la Plaza de Tiananmén y la moneda china y sabe Dios cuántas cosas más ad infinitum. Indigerible también, que todos los anfitriones de medios y programas de televisión que han estado reportando desde China se refirieran a Mao Zhedong con pulcritud eufemística como "el carismático líder". Ya veo. Ya veo e imagino: En los juegos olímpicos del 2028 en La Habana, bajo un enorme retrato de Fidel Castro en la Plaza Cívica de la capital cubana, un reportero de una televisora mundial le señalará y describirá tan candorosamente como lo hacen ahora de un hombre que ni siquiera se cepillaba los dientes. Pero me pregunto: de ponerle papel carbón a esta situación mas cambiando de personajes, ¿harían igual con Pinochet, o con Franco o con Somoza? Claro que no ¿Y por qué? Porque ni Chile, ni España, ni Nicaragua fabrican snickers, llaveros, condones, relojes de pulsera falsos que parecen de verdad, ni zapatillas de playa que por millones y a precio de bagatela son enviados en contenedores con flete pagado incluido a todo Occidente para abarrotar sus shopping centers.

   Me cuenta una pareja que visitó China este año que le advirtieron que se cuidara del taxista que les manejaría en Beijing; y ellos me dijeron que luego notaron que el taxista se cuidaba de ellos. Y que la guía e intérprete, una chica bella e inteligente, terminó rogándoles en voz baja que no insistieran en su invitación a una cena personal de agradecimiento por su trato —que a todas luces añoraba y habría disfrutado y apreciado— porque se "metería en problemas".

   China tiene dos caminos para beneficiarse de la prosperidad por la que trabaja y el planeta entero está dispuesto a contribuir: o bien juega la carta de Japón después de la Segunda Guerra Mundial, la de invadir al mundo pacíficamente con bienes materiales, o la de Alemania después de 1933, la de convertirse en una potencia militar para agredir y someter a la humanidad como pretendió Hitler. La encrucijada está ahí y China, como un buda gigantesco en pose de nirvana, contempla los dos caminos, una escena metafórica de la que al parecer pocos como yo —y ojalá que errados— visualizamos con un leve escalofrío en la piel.

   Me alegra como ya dije que los chinos, sea como fuere, vivan mejor. No ha de ser patrimonio exclusivo de los que, por ejemplo, vivimos en Estados Unidos, el levantarse en la mañana tras dormir en aire acondicionado, ducharse con su jabón escogido, desayunar el cereal de su marca y sabor favorito, y luego irse al empleo al volante de su auto —de la marca, modelo y color deseado—, escuchando su emisora de radio predilecta.

   Creo en las ventajas de la democracia y en el poder de conquista que como la ropa cómoda y holgada tiene, que una vez que se prueba, ya no se quiere renunciar a ella. La muestra está en Iraq, cuya marcha hoy en lo que a voluntad ciudadana respecta, a pesar de los pesares, calla de un tapabocas a los que sostienen que Occidente no tiene derecho a llevarle sus patrones cívicos a una sociedad ajena a ellos. Bendita imposición. Cuando bajo las balas y los atentados y —peor aún— envueltos en las contradicciones sico-emocionales por las diversas etnias protagonistas del Iraq post-Hussein, la gente salió a votar como se hace en París, Londres o Washington, aún por un gobierno enclenque, eso demuestra que si de algo carece la democracia es de marcha atrás.

   Tal vez esta revolución de seda se le escape de las manos a los gobernantes rojos de China y su gente se sacuda lo que de peso todavía llevan sobre los hombros. Pero es difícil. Yo sí aprendí la lección: La idea tan diseminada entre los "aperturistas", de que las tiranías comunistas no resisten la exposición a la economía de mercado como los vampiros no sobreviven a la luz, y que por eso sus gestores mantienen aislados a sus países y ciudadanos, no es cierta. Justamente cuando Xiao Ping decidió correr el riesgo de hacer la prueba y le salió bien, ahí quedó demostrado que —penosamente—, sí es posible conciliar el autoritarismo comunista con reformas económicas, e incluso con exposición —controlada— a los extranjeros. Quienes piensan que el levantamiento del bloqueo a Cuba —que supondría justamente esto, una exposición del cubano al mundo libre— lleva en sí la caída del régimen castrista, se equivocan. Pálida si comparada con la de China, y "tropicalizada", esta jugada es justamente la misma que La Habana está haciendo desde hace tiempo y nada ha pasado.

   Entre la gente que conozco no he hallado a nadie que censure la presencia de líderes mundiales en la apertura de las olimpíadas pequinesas. Me dicen que no habría sido pragmático no hacerlo y que, además, es una especie de rutina cuyo propósito es animar a las delegaciones de atletas de sus respectivos países. O.K., transijo, pero sólo en parte. Habría preferido la asistencia de vicepresidentes o cancilleres. Los regímenes totalitarios saben leer muy bien entre líneas. Con la presencia de funcionarios del segundo estrato ejecutivo, China habría entendido el mensaje: "Tu sociedad comercial con nosotros depende de tu política de derechos humanos. Deja tranquilo al Tíbet..."
 
   Pero no. La presencia de George W. Bush y algunos otros presidentes en el evento fue un pasaporte visado a la tolerancia, una credencial que reza, "no importa lo que hagas con tu gente o con los tibetanos, nuestra alianza comercial es blindada".

   Cuando critico la inclinación comercial a China iniciada por Bush padre y continuada por Bush hijo —con Clinton en medio—, y me recuerdan a Nixon, replico que no es lo mismo. La aproximación de Nixon al Tigre de Papel en 1972 —fallida o no— era absolutamente estratégica, en un contexto de guerra fría y grandes responsabilidades globales. Hoy, se trata de tenderle puentes al emporio comercial sólo por lo lucrativa que resulta China.

   Todavía el esquema comercial chino-occidental es de disipación mútua económica: China provee al mundo de bienes de consumo a gran escala, que producirlos a gran escala en Occidente es incosteable. Esta avenida de dos vías resuelve nuestras necesidades, mientras engorda a la economía china... que una vez firme y bien plantada, vamos a ver en qué la emplean. China no es Rusia que hoy, cuando ya no es Unión Soviética, todavía produce artículos atrasados y de pésima calidad. Las cosas soviéticas "copiadas" por los chinos eran mejores que los originales. Los chinos tienen talento, son dedicados... y no beben vodka cada tarde. Me asusta qué harán cuando puedan andar por sí solos ¡Y son tantos..!

   ¿Que de cuál lado estoy?
  
   No sé... no me convence la autoproclamada rehabilitación del comunismo. Los comunistas son incorregibles. Putin sabía de la desmedida respuesta —acaso aplazable— del ejército ruso a Osetia del Sur, y allí estaba él de lo más campante mirando los fuegos artificiales de la inauguración de los juegos de Beijing. China, por tanto, puede estrenar en sus cines la última parte de Indiana Jones y media hora antes o media hora después entrarle a palos a los tibetanos. Luego todo Occidente envía una nota de condena, invita al Dalai Lama a una distinguida universidad aquí o allá, lo recibe con honores, y sanseacabó. Todo el ombligo del asunto está en la posición complaciente del mundo libre respecto del cíclope asiático de PVC que dedicadamente estamos hormonando.
 
   Adoraría ver una China puramente democrática. El país milenario, paciente, laborioso y trabajador, que inventó el papel, la pólvora, un ingenio mecánico sobre ruedas que siempre señalaba al Norte y que elevó antes que nadie un objeto más pesado que el aire, la nación de bella cultura y filosofía sabia y aleccionadora, merece un mejor destino. Qué bueno sería contemplarla participar del diálogo común de comercio y civilidades. Pero he de confesar que tengo mis recelos. Me pica la curiosidad por observar en el lugar si la desconfianza que por ella siento y me pone la carne de gallina, es infundada o no. ¿Recuerda ese refrán de "cría cuervos que te sacarán los ojos"? Pues, no soportaría que los cuervos fuesen rojos —que para eso están los cardenales—, y para colmo... de papel.

Wednesday, August 13, 2008

La transición comunista

por Pepe Forte Editor de ifriedegg.com
11 de agosto/2008

La incursión militar rusa a la separatista región georgiana de Osetia nos hace reconsiderar si después de casi 20 años de la caída del muro de Berlín el comunismo y los comunistas —como pretenden ellos mismos e ingenuamente Occidente—, se han reciclado y cruzado a otro estadío. Porque las intenciones de Rusia no son las aparentes de estabilizar, pacificar y controlar un conflicto de disensión regional y casi íntimo, sino otras.

Un análisis de la mentalidad comunista y sus nostalgias por pasado rojo, más allá de la gravedad de la situación.


Cuando me sentí impulsado a escribir este artículo, paralelamente como suele suceder, se me ocurrió el título... y luego una derivación de éste, y luego otra y otra y otra... Finalmente, ya bien pensado, me quedé con el de "La transición comunista" que, seco —tipo ensayo, y es lo que quizás haga a posteriori—, no se proyecta ni opina, sino que apenas podría ser una definición, una explicación, como cuando hallamos un título como "La construcción de las pirámides", que no anuncia ni emite juicio, como sí podría ser "La construcción de las pirámides es un misterio", o "...es un mito", o "...es obra extraterrestre", y así y así.

Entre los títulos que pensé, se cuentan estos dos primeros: "La transición comunista... ¿existe?" y, en la esquina contraria, "La transición comunista no existe", cerrando pues, por concluyente, la puerta no sólo a la lectura del artículo, sino a todo devaneo cerebral posible. El tercero, "La transición comunista sí existe", que a primera vista me habría pintado como un pensador de izquierda —izquierdoso, por peyorativo, me divierte más— habría sido ideal porque acaso oculta mis más cínicas valoraciones del fenómeno y por tanto sorprendería al lector, tras provocarlo a indagar las componentes que sustentan la afirmación.

Y ahí voy: Sí, la transición comunista sí existe... de comunismo a comunismo. Es decir, de un comunismo dado histórico y conocido, a otro acaso igual, o más severo, o más pálido o simulador, pero comunismo al fin y al cabo.

Claro que estoy ironizando, porque el comunismo no puede transformarse y mucho menos transitar a otro estadío —por próximo que éste fuera—, porque dejaría de ser él mismo, de la misma manera que la noche en su tránsito al día se llena de luz y deja de ser noche.

Mas, no es el sistema propiamente sino sus protagonistas —los comunistas— los que se quedan rumiando sus conceptos y nunca los digieren ni expulsan, así como cuando un cuerpo es inoculado con una vacuna el germen prevalece inactivo pero en garde. Así son los comunistas, contagiados de una enfermedad del pensamiento, una suerte de demencia que por tanto tiene su propio código racional que le hace percibir y ejecutar las cosas a su manera. Y esta dolencia, que se contrae por ósmosis colectiva, se convierte en epidemia y deja tara.

Un comunista auténtico nunca puede ser inteligente, ni buena persona —por lo menos no las dos cosas a la vez—. Las cosas que defiende y justifica un comunista no son buenas, ni razonables, ni éticas. Un comunista apoya un estado de fuerza y éste le parece lógico. El comunista preconiza la igualización de la sociedad no en sentido ascedente sino a través del empobrecimiento de la misma, y le resulta natural que un gobernante —su gobernante— esté en el poder, sin mediar elecciones, vitaliciamente; que un ciudadano no pueda viajar ni moverse libremente, que se exprese en una sola dirección, y que lea un solo periódico y milite en un solo partido político. La lista de absurdos —aberraciones del pensar más bien—, que predica e impone a sus semejantes y tolera para sí un comunista es interminable. Pero sólo bastan estos ejemplos para demostrar que alguien así no puede —por lógica— ser inteligente ni bueno.

Después de la caída del Muro de Berlín en 1989 —que simboliza el fin del marxismo-leninismo llevado a vías de hecho—, excepto aquellas naciones de Europa del Este, como la antigua Checoslovaquia (hoy República Checa) que aunque a las buenas pero de un tirón se arrancó del pecho el comunismo impuesto, muchas de las otras que supuestamente se desprendieron del sistema y han introducido cambios de estilo de economía y mercado, no han dejado de ser intrínsecamente comunistas.
Comunista en esencia siguen siendo Vietnam y China, aunque ambos países cambien las bicicletas por autos occidentales re-etiquetados con nombres nostálgicos de la era sovietizante como "Bandera Roja". Y comunista, sí señor, sigue siendo Rusia.
Y por eso invade a Osetia del Sur. Y no se es o se deja de ser comunista por agredir a otro territorio, sino por el modo de hacerlo.

La invasión a Osetia
Justo el día que el mundo se hermana —o pretende hacerlo— en la siempre añorada cita olímpica, Rusia, incorregible y al mejor estilo soviético en la época de la invasión a Afganistán, entra al duro en Osetia, la región separatista georgiana... y se desborda por la frontera. El número 8, para los chinos, es símbolo de prosperidad, de buena suerte. Por eso China inauguró los Juegos Olímpicos de Beijing exactamente a las 8 y 8 minutos con 8 segundos del día 8 del mes 8 del año 8. En Cuba sin embargo, según la charada, el 8 significa muerto. Penosamente esta última y no la noble interpretación del dígito, es la que cayó sobre Osetia...

El hecho, lamentable como lo es cualquier noticia de estallido de guerra, representa una traición al mundo, que se disponía a celebrar su más grande fiesta del deporte. Muchas de las más amargas tragedias comienzan con un disparate. Georgia, al quebar la frágil tregua de la región —¿en realidad fue así o...?— le sirvió la mesa a la Rusia tercermilenista, aún esencialmente comunista, que no renuncia a sus propósitos imperiales, ni a su proceder histórico desde 1917 hasta ahora.

Por supuesto que las aspiraciones imperiales no son exclusivas de los comunistas. Pero las más malvadas de todas —si se pudiese santificar a las demás— son las comunistas, cuyo propósito no es ni siquiera la usura o el mercadeo impúdico, sino las privaciones materiales y abstractas.

Georgia, el verdadero objetivo
A Rusia no le interesa Osetia. Es decir, sí, pero sus más secretas ambiciones están más allá de la cerca. La "acción proteccionista" o "defensiva" o "pacificadora", es pura tinta de calamar. A Rusia le ha venido muy bien su legitimización como fuerza de paz allí para evitar que osetios y georgianos se tiren al cuello mutuamente en el episodio secesionista. Estar presente en una zona para la que se guardan intímamente segundas intenciones resulta muy conveniente, sobre todo si se tiene a las espaldas la propia frontera. La realidad es que Rusia, ni siquiera en la más parcializada de sus pretensiones confesas o reveladas –estar del lado de los separatistas osetios—, lo que quiere es reabsorber a Georgia. Rusia añora a Georgia exactamente como la región lo fue desde Lenin hasta Gorbachev. Sólo la euforia por el desmembramiento de la Unión Soviética bajo el taconazo final de Yieltsin en 1991 y el establecimiento del novel estado con el reformista Edward Shevardnadze al frente —un "descongelado" de la nomenclatura perestroisquista post-Gorbachev— nos hicieron creer que la flamante Comunidad de Estados Independientes (el aburrido y nada pegajoso nombre con que la ex-sayuza fue rebautizada) se había incluido por voluntad propia en el redil de la naciones geopolíticamente occidentales. ¡Oh, la CEI —se apresuró a celebrar el cándido y esperanzado Occidente de comienzos de los '90—, el nuevo Estados Unidos del otro lado del Atlántico! Well, lo fue momentáneamente en aquel instante de "transición", pero ahora se sabe que entonces se extinguió el aspecto puramente burocrático y de registro del imperio comunista... pero no los comunistas.

El día del golpe —el viernes 8—, con la ingenuidad que provee la esperanza, pensé que se trataba de un manotazo de control momentáneo, acaso de advertencia. Hoy lunes 11 de agosto, en la mañana, junto con la noticia de la avalancha de medallas que ganara el equipo de natación de Estados Unidos en Beijng, corría la de un recrudecimiento de los ataques rusos contra Georgia.

Quién lanzó la primera piedra... ¿importa?
Aunque los despachos noticiosos—confusos y complicados como la clave misma del conflicto— en el momento inicial hicieron pensar a mucha gente que la primera piedra la lanzó Moscú cuando ésa no parece ser la estricta verdad, la primogenitura de la cachetada carece de importancia. Y si los rusos han cargado ahora injustamente con la autoría de un ataque que no iniciaron, allá ellos, que no están pagando sino las culpas de haber creado un mundo prejuiciado en su contra gracias a su largo historial de invasiones y de diplomacia de tanques de guerra. Lo preocupante no es quién inició el enfrentamiento sino quién —y cómo— lo replicó. Y ésa fue Rusia. Los rusos son invasores irrenunciables. Irrenunciables porque no se van...
Rusia se apresura a expiar su acción y la justifica con la legitimidad del que tiene que replicar un puñetazo inesperado o a traición, e intenta hacer creer al mundo que el propósito de su respuesta es meter en bandera a la caldeada zona. Pero la declaración de Putin de que Georgia ha perdido el derecho de controlar la región separatista, ensombrece el escenario y certifica nuestra presunción de que Moscú quiere tragarse a Georgia.

Las hostilidades en territorio separatista —una ruptura de la precaria y tensa calma entre ambos lados— comenzaron dos o tres día antes, más tímida o definidamente, y habrían sido pretexto suficiente para la retaliación rusa, pero el binomio Medvedev-Putin escogió el 8.

El choque es bandeja sólo para expertos en la región. Las diversas etnias caucasianas —que a Occidente parecen una misma— complican el analísis del mismo modo que los sabores de un plato se le hacen más difíciles de identificar a un sibarita en tanto su receta lleva más ingredientes. En el asunto hay toda la mala leche de los conflictos fronterizos entre gente que se proclaman distintos... ¡pero que no se dan cuenta que se parecen tanto! Y la indigeribilidad mutua osetios-georgianos es tan vieja como desde los tiempos de Lenin en que Georgia acusaba a los osetios de pro-bolcheviques. ¿Quieren los osetios sólo separarse de Georgia... y/o también quieren anexarse a Rusia? Dicen que los osetios portan pasaporte ruso. Y que los georgianos, georgianos son. Pero Stalin lo era, y era tan ruso como un moscovita. Empero, matices y colores aparte, Occidente debe estar del lado de Georgia. Georgia tiene vocación por Occidente y potencial para integrarlo. Georgia tiene tropas en Iraq. Georgia intentaba asociarse a la OTAN. El oleoducto de $1 billón de dólares de Bakú a Tibilisi cruza Georgia y alimenta a países que dependen de él.

El mundo democrático no debe ignorar esta situación que ojalá sólo quede en la categoría de incidente. Y no olvidar que aunque el primer disparo no haya partido de las filas rusas, Georgia no es la villana de esta película y no representa las tinieblas del pasado que aparentemente Rusia quiere reinstaurar.

Al ataque ruso a Osetia preceden capítulos de similar argumento. Ahí está el asunto checheno, y además un conflicto con Moldavia, remoto e ignorado, que rara vez alcanza la página 6 de un diario por ahí.

Entendemos que ningún estado favorece ni tolera escisiones, desmembramientos territoriales, ni movimientos separatistas. La afrenta independentista lo es para Georgia. Los incidentes históricos de este tipo, siempre cruentos y desbordantes de odio como sólo ocurre en las broncas en familia, son lo mismo viejos que contemporáneos y pueden hojearse —siendo breves— desde la Guerra de Secesión hasta el asunto separatista vasco. Desde esa perspectiva, podrían los profanos —y sólo los profanos... que son millones— ver en el afán de Rusia de recuperar a la desgajada Georgia aristas de legitimidad. No. Georgia, con una historia de siglos —zigzagueante, es cierto— fue integrada a la URSS en 1922, año oficial del establecimiento de la confederación soviética. Al igual que las "repúblicas" del Báltico —auténticos países antes de ser añadidos al cóctel territorial soviético— Georgia, justamente por tener identidad propia, se separó de la URSS al ser disuelta ésta en 1991 y recuperó su independencia. De modo que no es nada legítimo pretender que Georgia deba regresar a donde en realidad nunca debió haber pertenecido.

El encanto de la irreductible vocación comunista
Naturalmente, no se pueden ignorar los antecedentes que decoran el prontuario mundial de orientación comunista. Existen y han existido países natural e históricamente inclinados a la izquierda y al comunismo. Algunos de ellos, casi por puro milagro no son o no han sido comunistas. ¿Cuáles? Pues —y no se asombre, por favor—, Francia, Italia, España... Otros sin embargo, como la República Checa, Polonia, Hungría e Inglaterra, están en la esquina diametralmente opuesta. La máxima dosis, no de comunismo sino sólo de izquierda que tolera Inglaterra es el Partido Laborista. Y Hungría y Checoslovaquia fueron los primeros que se alzaron contra la bota estalinista. En una segunda y final etapa que arranca en 1981, Polonia también se rebeló en lo que, visto ahora restrospectivamente, se constituyó en el prólogo definitivo de la ulterior caída de todo el bloque "socialista" de Europa del Este.

Rusia, en el umbral del tercer milenio, es un país tarado, desfasado, con cronometría inajustable. Arrastra un grillete histórico que todavía le hace dar tumbos. Según la propia teoría leninista Rusia se "voló" una etapa socio-político-económica del tren evolucionario colegiado por la filosofía marxista: pasó del feudalismo al comunismo, saltándose el capitalismo —que es a dónde según Carlos Mal (perdón, Marx)—, "le tocaba" ir. Por eso, en la época del desplome soviético en Cuba corría clandestinamente un chiste genial: ¿Cuál es el camino más largo para llegar al capitalismo?: ¡El comunismo!

¿Qué le vamos a hacer ahora si los antecedentes históricos recientes de la Rusia contemporánea cruzan mayoritariamente por décadas de un engendro contrahecho e ilógico que incluso llegó a afirmar —un disparate de base— que existían dos economías, la capitalista y la socialista?

El Dr. Frankenstein del oso ruso
Y en ese caldo nació y creció el personaje siniestro del momento, Vladimir Putin. Putin no es un hombre confiable. A pesar del alza económica de Rusia imputable a él según analistas, este ex-miembro de la temible KGB, que se formó en la época de la máxima solidez ideológica de la Union Soviética y cuando su existencia parecía imperecedera, no creo que haya podido disolver —Stolichnaya mediante— los vasos sanguíneos en forma de estrella roja que corren por sus venas. Putin combatió a la disidencia soviética. A través de una maroma jurídica logró prevalecer en el poder con el cargo de Primer Ministro en mayo de este año, fecha desde la que, según los nuevos estatutos constitucionales rusos, no podía ser reelecto otra vez. Pero Putin no quiere soltar...

Putin añora íntimamente al "oso ruso" y desea su resurrección. La agresión a Osetia podría ser el primer gruñido de ultratumba del plantígrado carmín en su vuelta a la vida. Duele y preocupa ver cómo con un mínimo de reorganización, cual huracán que medio desecho tras tocar tierra al salir al mar se fortalece y regresa a ser el monstruo de horas antes, la Unión Soviética, apenas unos 15 años después del caos que engendrara su disolución, ahora como Rusia y heredera de un poderío dormido, comienza a poner las fichas en su lugar. Vladimir Putin es un ente tétrico. Sus pasado como miembro de la tenebrosa policía política secreta soviética enturbia con desconfianza cualquier pronóstico que se pueda hacer de su proyección futura. Sobre Putin pende el halo de recelo que despertó Yuri Andrópov cuando fue nombrado jefe del PCUS tras la muerte de Brezhnev y afloró su nada envidiable expediente de jefe de la KGB y embajador soviético en Hungría cuando el alzamiento de Budapest en 1956. ¿Hará caminar Putin de nuevo al Kremlin sobre sus propios pasos?

Nostalgia escarlata
Quizás deberíamos ser más compasivos con los comunistas deshauciados e intentar comprenderlos del mismo modo que a veces tratamos de entender a un chico díscolo castigado. A los comunistas rusos, obsesos del poder del protagonismo y viceversa, debe resultarles —¡oh, pobrecillos!— extremadamente doloroso contemplar en el presente las colas de los aviones de Aeroflot y a la Plaza Roja decoradas con la insípida bandera tricolor rusa en vez de la otrora vibrante roja de la URSS, coronada por el al menos gráficamente interesante emblema de la hoz y el martillo. La Unión Soviética enseñó al mundo una palabra en ruso, que universalizó: sputnik. Hoy, Rusia es sinónimo de un vocablo prestado: mafia. ¿A dónde se ha metido toda la toponimia soviética con nombres de corte planetario como Cosmódromo Baikonur y Aeropuerto Sheremetievo. ¿Qué se hizo de palabras como Túpolev, Kaláshnikov, Konsomol, Katiusha y Chaika, y acronismos como AK y KGB?¿Qué se hace con la emoción de antaño de contemplar la cabezotas de Lenin presidiendo una parada interminable de cohetes largos y verdes como hot dogs con gangrena desfilando ante el Kremlin? ¿Y la escultura imponente de "El Obrero y la Koljosiana", de Vera Mújina? ¿Y Gagarin y Valentina Teréshkova? ¿Y el Lunajod y la estación orbital Mir y la nave espacial Soyuz? ¿Y el rompehielos Artika? ¿Y las dulces escolares moscovitas vestidas como criadillas de lujo en miniatura cantando a coro "quiero que haya sol siempre"? ¿Y todos esos inventos que los soviéticos no inventaron pero que inventaron que los inventaron y ellos se creyeron que los inventaron? La Rusia del 2008 es opaca, obtusa y sorda como un mal piano. Rusia no "suena" como lo hizo la Unión Soviética hasta el otro día. Rusia es como una voluminosa maraca silente que ha derramado sus piedecillas.

Esos blues políticos —deberíamos llamarles reds— también los padecen los melancólicos comunistas vietnamitas y chinos, que de seguro lagrimean por los rincones cuando ven que, si no en el lugar de éstos, junto a las efigies de Mao o de Ho Chi Min se levanta un anuncio de Coca Cola o de McDonald's. Y así pasará mañana en Cuba cuando Castro acabe de morirse.

No es fácil para un ex-tovarich renunciar a su propia "gloria", para desembocar, tal cual le ha pasado a Rusia, en un país plagado de problemas y que no termina de despegar —como para su bochorno sí lo está haciendo China— y que de protagonismo mundial nada tiene. Hay naciones, como Japón, que impresionaron al mundo con el progreso y la prosperidad. A Rusia —y esto es preocupante— sólo le va quedando considerar epatar al mundo de nuevo con los ingredientes que lo hizo por 70 años en el siglo XX: con el miedo y el poder. ¡Oh, oh, cuidado!, que no sólo las personas... también existen naciones resentidas.

Bnimanie..!
Occidente, en su ensoñación existencial, y ocupado como siempre está, rara vez prevee y se adelanta a los zarpazos totalitaristas. Aparentemente no nos hemos dado cuenta que Rusia, como pescador en río revuelto, aprovecha las circunstancias. Ha levantado ligeramente su economía, con lo que comienza a inyectarse sus propios sueros para reanimarse como potencia. Rusia tiene conciencia de la crisis económica mundial. Y sabe que este año hay elecciones en los Estados Unidos. Estos ingedientes —y otros— del escenario, minuciosamente detallado y estudiado por Moscú sirve de plataforma para este salto de tigre sobre Georgia. Algunos expertos opinan que Rusia no desea recobrar el protagonismo mundial que tuviera en la era soviética, sino que apenas procura un papel de autoridad regional, basándose en su antigua obsesión de proteger sus fronteras. No pienso así. Desde luego que ésa es una de sus perspectivas, pero no la única. La idea de un nuevo hegemonismo no tiene por qué ser quimérica. La tentación de correr la cerca es grande. Sí creo que Rusia, en cuanto tenga la oportunidad y la zapata suficiente para hacerlo, intentará recuperar su amplio papel de potencia mundial como lo tuvo desde la etapa estalinista hasta su desplome en el '91.

El conjunto de naciones democráticas no corrige su falta de previsión... es como una deficitaria capacidad innata, insuperable, que el mal del planeta sí conoce. Occidente no hace otra cosa que reaccionar al primer golpe. Por eso han ocurrido todas la invasiones contra él que se pueda memorizar. Los comunistas y los enemigos del mundo libre poseen finas antenas que detectan la más mínima flaqueza y cuándo a Occidente le tiemblan las rodillas. Ellos tienen siempre una clara visión del conjunto de circunstancias favorables para su ataque.

Rusia no desconoce la aguda situación de los precios del petróleo, y ella es una potencia petrolera. Tiene tanto petróleo, que en la época de la Unión Soviética no se esforzaba para nada para lograr eficiencia en sus motores de combustión interna. Un camión Zil 130, con motor V-8, hacía ¡7 kilómetros por galón!, y el Il-62, el jet abanderado de la aerolínea soviética no podía, como sí lograban los tetrarreactores norteamericanos, cruzar el Atlántico de una vez, de tragonas que eran sus turbinas. Por esta razón, los vuelos de Aeroflot de La Habana a Moscú tenían que hacer escala en Gander, Canadá, para reabastecerse de combustible.

Es una pena que Europa no le hiciera caso a las voces preclaras que en los años '70 le advirtieran que, por muy tentadora que pareciera la idea, no debería engarcharse al oleoducto soviético de inconfiable futuro. Casi nadie se acuerda de eso, pero la realidad es que el viejo continente tiene ahora una peligrosa dependencia energética de Rusia, 30 años después de aquella controversia.

Rusia sigue siendo un país incapaz de desarrollar tecnologías eficientes ni bienes de consumo de calidad. Macroindicadores económicos aparte, siempre me ha parecido —como no sea por lo que es, una jugada única y exclusivamente estratégica— un soberano disparate incluirla en el grupo de los grandes con cuyo ingreso la entidad se llamó G8 —antes, 7—. ¿No cree que ese número lo merece mejor China, que además lo adora? Quién sabe si veremos al gigante asiático sacando de un empellón a Rusia de la octava casilla. De insistir Rusia en su ocupación georgiana, ¿podría ser expulsada del G8? Está por ver, pero... ¿le importaría el castigo?

El caso es que Occidente no debe tolerar esta movida rusa sobre Georgia, pero tampoco debe actuar incautamente. A pesar de que las tensiones que en los últimos tiempos hemos vivido se asientan muchas de ellas en el Medio Oriente —incluidas la amenaza islámica terrorista, la guerra en Iraq y los amagos desestabilizadores de Irán— sigo pensando que el polvorín del mundo es Europa. No hay que andar prendiendo festinadamente cuanta mecha hallemos a nuestro paso, pero tampoco tenemos que ser aguantones, que de remilgos y decencias ajenas se alimenta el oportunista. Nada hay más terrible que ser víctima del respeto propio cuando el contrincante es deshonorable. Pero, en la actualidad, por ahí parece que van los tiros: la invasión soviética de Afganistán en 1979 desembocó en el boicot a los juegos Olímpicos de Moscú en 1980 en la época Carter-Brezhnev. Hoy, justo el día de la inauguración de la Olimpíada de Beijing, Rusia arremete —O.K., "replica"— contra Osetia al tiempo que Valdimir Putin se solaza con los fuegos artificiales de la magna apertura. Mientras, Bush reveló que había hablado con el presidente ruso Dimitry Medvedev y con Putin, y en una entrevista de televisión se auxilió del siempre oportuno y eufemístico lenguaje de cancillería y dijo desde China que la violencia contra Osetia es inaceptable y que la respuesta de Moscú es desproporcionada. Desproporcionada. Como la tunda con un bate de béisbol que un padre le da a su hijo de 5 años... and now, let's go play Beach Volleyball with those beautiful girls! Y Zarkosi, el presidente francés y de turno semestral de la Unión Europea prometió que volaría a Rusia a conseguir un acuerdo entre las partes beligerantes. ¿Cuándo? Bueno, hombre, que primero hay que complacer los antojos de compra in-situ de la auténtica bisutería china de Carla Bruni.
Por eso el "otro mundo" no respeta al Occidente del siglo XXI.

Son otros tiempos los del tercer milenio. Muy, muy distintos. Vivimos en un ambiente frívolo donde la responsabilidad y la seriedad parecen haberse marchado a otro planeta, y el lobby y los intereses de clara base económica tienen más auge que nunca. Bill Clinton inauguró la época de la presidencias mundiales disolutas...

En tanto Estados Unidos se ha ido reblandeciendo y cada vez más pierde el liderazgo mundial que tuviera —Reagan fue la despedida de una era viril tristemente desaparecida—, no sólo los propios Estados Unidos sino el mundo entero se pone peor y resiente de estabilidad, y se hace más precario el equilibrio. Algunas naciones en particular quedan expuestas a la probable incursión sobre ellas por parte de otras, así como somos más susceptibles de enfermarnos en tanto nuestro sistema inmunológico recesa. Desaparecido el frenesí de la Guerra Fría , y al verticalizarse el movimiento pendular de tensiones Oriente-Occidente en términos geopolíticos, lo dije entonces y lo sostengo ahora, el mundo es más proclive a conflictos bélicos serios generalizados y de gran escala que antaño, con el único contraste de la ausencia de etiquetas ideológicas. Antes que la generación de mi hijo —un teenager— sea abuela, es probable que nos la emprendamos a bombazos mutuamente.

Mas, aún así —y peor—, aunque técnica y legalmente el comunismo no existe y sólo China —a pesar de los cambios—, utiliza la etiqueta, la esencia latente de la marea roja no se ha disipado. Por tanto, la transición comunista es una falacia, un espejismo. Es simplemente un recurso semántico manido que precisamente aprovechan muy bien los expertos en mimética política, los simuladores y los manipuladores. Es lo que está pasando en Cuba. No se engañe: los comunistas son inmutables, incorregibles, irreciclables. La ciencia médica aún no ha notado que el sarampión también ataca al cerebro... y que allí es incurable.

¿Transición? ¡Oh, sí, cómo no! Ya lo dije arriba: de un comunismo de cierto matiz a otro de otro matiz, tal cual un prisionero cambia de un carcelero déspota a uno más amable o al revés. ¿Tengo que recordarle ese refrán de "el mismo perro con diferente collar"?

Según el Diccionario Enciclopédico Larousse, transición es: Acción y efecto de pasar gradualmente de un estado a otro, de un asunto, idea, etc., a otro. Período histórico que se desarrolla entre el fin de un régimen político y la consolidación de otro.
¿Aplica la definición a la conducta totalitaria de Vietnam, China y Rusia? Oh, babe, come on..!