La visión de las costas de Cuba desde un crucero por el Caribe
nos abre a nuevas emociones y pensares...
Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com
Written & Posted on Tuesday, June 29/2010 • Todas las fotos del autor • Updated on Sunday, July 4th/2010.
NOTA: Este artículo fue escrito y "subido" a la Internet en la mañana del martes 29 de junio de 2010 mientras su autor navegaba en un crucero por el Caribe, frente a la costa Sur de Cuba. La fotografía inicial del faro de Cayo Paredón Grande y otras de la instalación, así como las de la Sierra Maestra vista desde el mar, fueron tomadas en ese momento. El resto de las imágenes, del archivo del autor y captadas años antes, fueron agregadas el domingo 4 de julio del 2010, ya de vuelta en Miami, Florida. De todas maneras, las fechas son especificadas en la mayoría de los pies de grabado correspondientes.
Están a punto de dar las 8 de la mañana de este martes 29 de junio del 2010, cuando comienzo a escribir desde mi camarote con vista al mar en el crucero más grande del mundo. Me encuentro de vacaciones marítimas por el Caribe, y en vez de estar muerto de risa o muerto de sueño por trasnochar la víspera y acaso todavía medio borracho —o borracho y medio— como corresponde a las circunstancias, estoy más sobrio y grave que una piedra lunar y lo que tengo es los ojos rojos pero de escudriñar el horizonte… y por el esfuerzo de retener las lágrimas para impedir que, como en una copa rebosada, éstas se desborden sobre las mejillas. Caramba, los párpados inferiores pueden ser portentosas represas contra el llanto.
Desde más o menos las 6 y 30 de la mañana cuando unos 10 minutos después que el Sol se elevara sobre el horizonte la luz me permitiese hacerlo, he estado contemplando la costa Sur de Cuba desde mi balcón. Hay un gran silencio, si se pudiese definir como tal a un marco auditivo esculpido por el sonido arrullador, cíclico y a la vez caleidoscópico de las olas que corta el buque, la más exquisita de las invitaciones sonoras a dormitar y a la pereza.
La mañana está opaca a pesar del cielo despejado, y la luz rasante y tempranera todavía no coopera con la nitidez sino que conspira contra ella, así que lo que veo es la silueta de la Sierra Maestra, un perfil plano y azulado, carente de detalles, que ni mis binoculares son capaces de penetrar, bloqueados por el turbio agrisamiento de la perspectiva atmosférica.
¡Cuba! Verano del 2010...
Compruebo mis cálculos en el mapa de derrota electrónico que muestra el Canal 40 del televisor de la cabina: Ya es un hecho que durante la madrugada dejamos atrás Santiago de Cuba y que en este preciso momento cruzamos el segmento del litoral al pie de la Fosa de Bartlett, una de las profundidades antológicas del planeta, la oncena más honda del mundo y la segunda de la cuenca caribeña con más de 7 mil metros, razón por la cual el agua es ahora la más oscura que hemos visto en la travesía.
El mapa electrónico en el Canal 40 del televisor en el camarote 592 del piso 12 del crucero en que viajo, revela que estamos pasando previo a las 7 de la mañana ante Marea del Portillo.
Suena a disparate, pero tengo la misma excitación infantil de cuando —evoco— vi una locomotora de cerca la primera vez (¿!?). Dejé la cortina del ventanal-puerta al balcón descorrida deliberadamente para que la luz me despertara, porque esperaba esta visión. En cuanto abrí los ojos por el resplandor, aún desde el ángulo de la cama, próxima al cristal, me encontré con el panorama anticipado. ¡Cuba!
Salto del lecho con la presteza del soldado convocado por el ataque sorpresivo y corro a por mi arsenal óptico: Los prismáticos, tres cámaras fotográficas y una de vídeo. Libero la manija de la puerta deslizante y la desplazo de un tirón para ingresar al balcony. Qué mortificante: No puedo usar enseguida ninguna de mis armas —...well, lo sabía—: El contraste de temperatura entre el aire acondicionado del cuarto y los atroces 30ºC tropicalísimos del exterior aún a esa hora de la mañana crean condensación en todos los lentes y lentillas. Desesperadamente los desempaño con mi T-shirt favorito, el de The Beatles que, junto con la ropa interior y un par de flip-flops es todo cuanto visto (please, don't tell anybody). Logro mi objetivo... lenses are clear now!
Atrapar escenas es parte inseparable de mi existencia, de modo que enfrento emociones con la cámara. Disparo con la novedosa Canon 5D Mark II digital y el lente original 24-105mm Serie L, en formato Large de 22 megapixels, primero en tele y luego en ángulo ancho, que recoge la baranda del balcón para una idea del acto. Cambio a Raw. Tele otra vez... click. No es suficiente: La Sierra me sale lejos. Echo mano a mi vieja Canon 10D de 6.3 megapixels que he llevado ad hoc —¡ya no uso mi adorada F1 de película!—. Como no es una cámara full frame, el zoom Vivitar 28-300, que velozmente le pongo... aquí me representa 480mm al tope! Raw otra vez. Oprimo el obturador a la mitad para chequear la exposición. El filtro polarizador me resta como un stop —y ya esto es una merma agónica—, pero es lo único que me garantiza penetrar la azulada escena.
La óptica "atrapa-emociones" sobre la mesa del balcón contiguo al camarote.
Todo está tan gris en la distancia —¡rediez!— que el autofoco de la cámara no trabaja. Me voy a manual. Mido la luz, recompongo, enfoco. ¡30 de velocidad! No me queda más remedio que poner todo mi cuerpo rígido para emular al falo más viril. Y apartarme de la baranda para que el viento no me mueva. Un milímetro de oscilación en el visor de la cámara representa metros allá en la lejanía, cuyo resultado es una foto borrosa, inservible. Doy marcha atrás y apoyo mi espalda a la puerta de cristal. Click. Miro la foto en la pantalla de la cámara. Hmmm... mis espejuelos de ver de cerca —indispensables para un hombre en sus 50— los he dejado dentro, así que no puedo saber si la foto está O.K. Qué diablos... hace más de 30 años que estoy presionando obturadores... so, debe haber quedado bien. Además, una dosis de autoestima en un instante tan sensible no viene mal. Tiro de nuevo. Miro con los binoculares... ¿y la cámara de vídeo? ¡A la porra! Siempre prefiero las imágenes still a las in motion...
Entro al camarote con la maravillosa Canon G9, compacta, de 12 megapixels pero tan seria como para considerarla mi second body. Fotografío pues con ella el Canal de la tele interna del crucero para dejar registro de la hora y por dónde vamos. Estoy navegando ahora justo frente al área de Marea del Portillo, que conozco, a donde se llega por la carretera que ensarta Campechuela; Media Luna; Niquero y finalmente Pilón, de donde se tuerce al Este para llegar allí. La última vez que estuve en Marea fue el 18 de septiembre de 1987. No invento: Recuerdo perfectamente la fecha de mi estancia de unos 4 días entonces, pues es la del cumpleaños de mi madre. Además, mi hijo Fabio nacería exactamente 12 meses más tarde…
La Sierra Maestra vista desde el balcón de mi camarote,
poco antes de las 7 de la mañana del 29 de junio de 2010.
Una cima grande, notable, prominente, pasa frente a mi balcón. ¿El Turquino? Maybe... Quizás no; la tríada de alturas descollantes del conjunto orográfico más elevado de La Isla integrado igualmente por los picos Cuba y Suecia no están tan próximos a la costa, y la bruma matinal probablemente los enmascaren en lontananza.
más que física, comienza a hacer estragos en la memoria...
Me quedo en el balcón, contemplando la escena.
Cerca de las 8 de la mañana pasamos ante Cabo Cruz, una de las tres puntas del caimán insular —las otras dos, la punta de Maisí y el Cabo de San Antonio... pura Geografía elemental cubana.
Tras rebasar Cabo Cruz al filo de las 8 de la mañana, diremos adiós a Cuba...
Regreso al interior del camarote y conecto las cámaras una a una a la laptop de Apple para "desembarcar" las fotos...
Soy un afortunado: Mi propia suerte, afanes y voluntad, me condujeron a recorrer Cuba literalmente de punta a cabo, como se dice allá cuando se pretende con esa frase el conocimiento total de algo, coronado por el hecho de que por razones que ahora no es necesario ni conveniente mencionar, pude visitar parajes vedados al ciudadano común.
Es la primera vez que veo la costa Sur de Cuba desde esta perspectiva y por eso me he emocionado tanto, sobre todo porque la conozco. Pero el archivo para el infarto perspectivo atesora en sus files otras visiones, anteriores y recientes: Antier disfruté de nuevo —en este caso por segunda vez— pasar frente al faro de Cayo Paredón Grande, y ello me provocó tantas ansiedades como las que acabo de describir. El faro de Paredón es internacional y uno de los más altos de Cuba, con 53 metros de estatura. No tiene paredes de concreto sino basadas en planchas de hierro engarzadas, y se asienta sobre un aljibe. Está pintado al estilo de un tablero de ajedrez, sólo que con cuadrículas negras y amarillas en vez de negras y blancas.
Las fotos de esta composición fueron tomadas por el autor entre 1988 y 1990 en Cayo Paredón. La primera es una imagen general del faro en blanco y negro. Puede notarse que la instalación tiene 11 pisos de altura; en realidad 13 si se cuentan los dos correspondientes al aljibe sobre el que se erige. La foto del centro fue tomada a través de la ventana del quinto piso y muestra una perspectiva del islote menor Paredón de Lado. A la derecha del lector, un detalle de la cúspide del faro.
El faro es de factura suiza, que data de mediados del siglo XIX, mientras que su fresnel, bellísimo, una criatura rotatoria de vidrio y bronce es francesa, y se mueve gracias a un mecanismo de contrapesos semejantes a la cuerda de un reloj cuco.
Cayo Paredón es un islote grande pero menor si comparado con los cayos del archipiélago de Sabana-Camagüey, el de mayor talla de Cuba, al Norte de la provincia de Ciego de Ávila.
Sabana-Camagüey está compuesto por tres grandes cayos, Coco, Romano y Sabinal. La cayería —incluido Paredón— está conectada por los llamados pedraplenes, una franja vial de 2 sendas, basada en el paciente vertido de piedras al mar —toda una joya anti-ecológica—, de corte piramidal que, por acumulación, termina aflorando a la superficie.
El pedraplén principal nace en Turiguanó, en la costa Norte insular, y cruza un brazo de mar conocido como Bahía de Perros, hasta tocar la orilla Sur de Cayo Coco, nombrado así no por el fruto de cocoteros, sino por las aves zancudas de pico largo y corvo, de níveo plumaje cual masa de coco. Desde Cayo Coco se proyecta una maraña de pedraplenes hacia otros cayitos; así ocurre con Paredón.
En Cayo Paredón no vive nadie. Desde que lo visité por primera vez en 1988, allí se encontraba sólo la ruinosa casa que servía de morada al farero, y una pequeña estación del guardacostas cubano. En el pasado vivió gente. La pequeña tumbita —desplazada por la marea de su asentamiento original al borde de la playa—, de una niña que murió en 1940, así lo atestigua. A cada visita mía, le llevaba flores...
Pepe Forte, editor de este website, ante el faro de Cayo Paredón en su primera visita,
en octubre de 1988. En esa época, el crucero más despampanante que cruzaba por allí
era el debutante Sovereign of the Seas. A la izquierda del lector puede notarse
el sepulcro de una niña, fallecida en 1940. Tras Forte, a su izquierda,
la ruinosa casa del farero y, al pie del faro, la estación guardafronteras cubana.
Desde el faro de Cayo Paredón solía contemplar los cruceros que en ruta desde o hacia Miami cruzan frente a él. Siempre supe que vería algún día la escena desde "el lado opuesto". Como el acceso al lugar es restringido tengo casi la absoluta convicción de que soy el único cubano que ha visto los cruceros desde el faro… y el faro desde los cruceros.
El faro de Cayo Paredón: Su visión desde el crucero, sin duda, es una de las grandes emociones
a las que puedo aspirar in my lifetime... Esta imagen fue tomada por el autor en la mañana
del domingo 27 de junio de 2010, en la ruta iniciada por el crucero
Oasis of the Seas en Fort Lauderdale, Florida,
hacia Labadee, en Haití.
De una de las paredes de la sala de mi casa en Miami, Florida, donde vivo desde 1993, junto a un óleo de un faro X de mi amigo Gustavo Acosta, cuelga un marco con una combinación fotográfica del faro de Paredón visto desde uno y el otro lado.
La primera vez que vi el faro de Paredón desde un crucero fue en el verano del 2004, a bordo del Navigator of the Seas, en ruta de Miami a Labadee, en Haití. Reservé un camarote con balcón en la banda de estribor con el propósito de ver cruzar la instalación que todavía sirve de guía a los marinos en la noche frente a mi habitación flotante. Casi ni dormí la madrugada para no perder la visión, que finalmente se materializó en las horas del amanecer de la jornada inicial.
Emocionante: En el verano del 2004 tomé la primera foto del faro de Paredón desde
"el otro lado".
Fue a bordo del por entonces flamante Navigator of the Seas, de Royal Caribbean —
todavía un gran barco— con la Canon EOS3, de película.
El faro está lejos del curso del barco, más allá de las aguas jurisdiccionales cubanas —en esa región aparentemente de unas 6 millas náuticas— a pesar de lo cual puede distinguirse a simple vista, pero no detallarse. Para eso hay que mirarlo con binoculares. Mis gemelos Minolta de 12 aumentos me permiten verle con sorprendente definición, mientras que el lente largo una de mis cámaras con más resolución como dije arriba me regalan una cercanía intermedia que luego puedo magnificar gracias a la magia de Photopshop. Casi inmediatamente después de tirar las fotos las "desembarco" en mi laptop y empiezo a hacer mis malabares...
Seré un idiota al revelar que cada vez que he hecho estas travesías de asueto, lo más anhelado para mí de éstas es ver el faro... pero es la pura verdad. No se trata de la simple anécdota, sino de algo más vibrante, sentimental y trascendente. Mirar el faro de Paredón desde un auténtico emporio de diversión y de lujos y excesos materiales sobre las olas como lo es ahora el portentoso navío The Oasis of the Seas, me tensa las clavijas más íntimas de mi alma. Revela como un volcán dormido, que uno quiere volver a ver a Cuba, y volver a pisarla, y se comprende entonces por qué José María Heredia escribió "El Himno del Desterrado" al contemplar desconsolado en septiembre de 1825 las costas de una Cuba inalcanzable para él por razones políticas, desde la baranda del barco camino a México. Por las mismas causas que el poeta, Cuba para mí también está vedada.
No puede ser que uno no quiera volver nunca, como a veces pretendo y digo, más allá de cuán a gusto me siento en Estados Unidos y de lo orgulloso que estoy de su ciudadanía adquirida. Hacerse el duro es una de las futilidades más grandes del alma. Ni siquiera para mí, al que a menudo llaman cubano arrepentío —y me quedo callado, como quien otorga— o como cuando me dicen que no parezco cubano, ni en el físico, ni en el habla ni en la conducta, y me vuelvo a quedar silente —como quien asiente o se complace con lo oído—, me va lo de que puedo seguir viviendo con la idea de que no me importa regresar. Y es verdad todo eso que dicen y que me dicen, y que pienso y que creo y me creo, pero mirar las costas de Cuba, como Heredia, diagnostica nostalgias hasta entonces asintomáticas y certifica ganas de volver. Que me guste más el rock que el punto guajiro, y un jeans más que una guayabera, no disminuye mi amor por Cuba.
No es falsa pose: Tras contemplar la costa Sur de Cuba entre Santiago y Cabo Cruz desde mi crucero de solaz, me voy a desayunar a la cubierta del Windjammer... pensando en cuántos de mis compatriotas de
La Isla justo ese mismo día no han podido hacerlo decentemente.
Pero el dilema de visitar Cuba se mueve en varias direcciones para quienes lo razonamos de modo ético. Por eso también es verdad que, poniendo aparte las ansias de este minuto y en el colmo de un antagonismo existencial, no quiero volver, y que con frecuencia digo que no tengo nada que buscar allí o que allí no se me ha perdido nada… por cierto, unas de las frases más despiadadas que se pueda pronunciar en la vida. Tan sólo por haberlas articulado una sola vez merezco el infierno...
Claro que tengo muchas que buscar y hallar todavía allí: Las que por un lado pertenecen al futuro (probablemente quimérico) de una Cuba libre, y por otro las relacionadas con los amigos que quiero allá y que allá se han quedado y que me gustaría volver a ver. ¿Familia? No, ya pagué el precio. Tras haber pasado unas desgarradoramente largas separaciones de mis padres, hermanos e hijo, que duraron si las sumo todas como 30 años, todos logramos finalmente reunirnos en la diáspora.
Si es verdad que no quiero volver a Cuba, es de una manera selectiva, del mismo modo que de la película favorita hay escenas que preferiríamos no ver otra vez. O ciertos ingredientes de un plato que no disfruta el paladar, y que quisiéramos tirar al tacho. Duele ver la destrucción de Cuba, lo mismo física que moral, en tanto que materia y que gente. Eso, no lo quiero ver. Pero, ¿qué se hace cuando desfila ante nuestra vista un punto como el faro de Paredón o la costa Sur que visitamos, que recorrimos alguna vez?
Entonces aflora la certeza de que los verdaderos exiliados cubanos —como todos los de la historia pero ya con el triste honor de recordistas— vivimos un tragedia multi-generacional, acaso kármica, que ha durado más de lo contemplable, admisible, razonable, imaginable o previsible.
No, no quiero volver, por lo mismo que Lecuona, pero ya ve usted que ganas no me faltan, aunque éstas hibernen de cuando en cuando. Además, así me decidiera a hacerlo, probablemente tampoco podría volver mientras persista la dictadura de más de medio siglo allí porque sus personeros me cerrarían la puerta. Y a lo mejor no... a lo mejor no soy tan importante como para integrar su lista negra de desahuciados de recurva. Mas, anyways, si la posibilidad de mi retorno a modo de simple visita siquiera depende de claudicar en mi militancia como un auténtico exiliado cubano que además expresa públicamente en los medios del mundo su desacuerdo con la tiranía de los Castro convertida ahora en una entelequia de opresión dinástica, no regresaré, al tiempo que considero esa restricción una medalla. A pesar de las puñaladas de la melancolía ante la frágil escena de las costas del país… no.
Y si nos da ganas de llorar es porque también pensamos en la gente de allí, en esas costas que otrora fueron propias, gentes tan distintas de esta otra persona que las mira desde lejos en este segundo, separados físicamente entre sí no sólo por las olas que contemplo, sino a tenor de la vida que lleva uno y los otros en lo que respecta a las opciones, a escoger cómo conducir su existencia, a expresarse —que ya eso es aspiración más alta— o llanamente a comer, acto prosaico pero indispensable y bíblicamente autorizado. El cóctel de camarones que como aperitivo cené la víspera, me hace sentirme ahora más miserable que Judas. Lo mismo, el desayuno en la enorme cafetería Windjammer, que me fui a tomar justo cuando Cabo Cruz se esfumó de mi vista...
Cuando atracamos en Labadee, Haití, para divertirnos 24 horas antes de mi mirada al litoral meridional cubano y tras el arrobamiento de la vista del faro de Paredón, pensamos en la devastación del terremoto de Puerto Príncipe a inicios de año. El mundo occidental, indolente, desembarca en la costa Norte del país más pobre del hemisferio. Sin embargo el hecho contribuye a la sanación del adolorido país con los dólares del turismo. En Cuba, ni eso de aliciente...
Estas cosas, más que pensarlas las sentí en una avalancha de emociones matizadas por el candor, el éxtasis, la compasión, la añoranza y hasta el miedo y sentimientos de culpabilidad; una amalgama sin nombre de vibraciones que surca estrías en el corazón. Todo ello mientras me viene a la mente el poema "El Viajero" de Dulce María Loynaz y mi vista, en un juego alterno del uso simple de los ojos, los anteojos y la cámara fotográfica, miraba y miraba hace dos días el faro de Paredón, y hoy miro y miro las costas de Cuba al paso plácido e indolente de mi barco, con brújula a la diversión. ¿No estaré haciendo algo malo?